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domingo, 25 de julio de 2010

ME SENTÍ COMO UN RATÓN…

Mi querida Ofelia,

Llovió a cántaros ayer y con mucho frío. Eso significa que hoy la cordillera se ha vestido de novia. Esta mañana al abrir mi ventana, la montaña lucía su albo traje y me ha dado su fuerza y energía una vez más…

No te enojes, amiga mía. Sé que estuve ausente mucho tiempo. Como bien sabes, cuando me siento lastimada, mi primera reacción es encerrarme. Y es que a mis “60 y algo”, aún no puedo comprender el maltrato gratuito.

Sé que te preguntarás qué demonios me violentó tanto. Nada grave, en realidad. El tema es que hace unas tres semanas me dio una jaqueca de aquellas. Hacía años que no me sentía tan mal; tanto así, que terminé en una clínica! Ya sabes, preciosa hotelería, graciosas chicas con espléndidas sonrisas, “Nombre, por favor” y “Apoye su índice derecho aquí” y, oh milagro, con mi dedo en un aparatito vi aparecer toooda mi información. Luego, una sonrisa más de la señorita de turno y un “Espere por favor”. Tras 20 minutos, escuché un “Señora Rebeca, cubículo 3”.

A estas alturas ya tenía un color verde musgo precioso y mi cabeza pesaba una tonelada. Me subí a la camilla y apareció un médico (¡debo creer que lo era!). 5 minutos de examen, muchos ajá, oh y carraspeos varios…

- Déme su brazo (orden que sonó algo así como desatorníllelo!)

Me sentí en sus manos igual que esos juguetitos transformer con que juega mi nieto. Me dio vuelta de aquí para allá: siéntese aquí, párese allá, respire, no respire, mire la luz y un largo etcétera de instrucciones varias. Pero lo más chocante de todo, es que en todo ese tiempo, nunca hizo contacto de ningún tipo. De hecho, no podría decirte el color de sus ojos. Terminó nuestro encuentro (por decirlo de algún modo, pero te aseguro que de encuentro no tuvo nada) con un “Por ahora una inyección. Mañana tome hora para consulta”. Tan, tan.

Salí de ahí con ganas de desaparecer cuanto antes ¡Ojalá hubiera podido correr o, al menos, disfrazarme de arbusto!

Tal vez me encuentres exagerada. Yo sé que las mujeres de mi edad desaparecemos del horizonte de muchos, pero dime ¿Un médico no debería sentirse próximo al dolor o el miedo de su paciente? Yo estaba aterrada. Y me hubiera bastado con que me mirara a los ojos, o dijera una palabra gentil, qué se yo, si al menos hubiera intentado aliviar mi angustia…

La ausencia de empatía, su indiferencia, el desinterés por el ser humano que lo consultaba, me sacan de quicio. Este hombre no me vio a mí, sólo vio un síntoma o, cuando mucho, una enfermedad. Y eso, amiga mía, me lastimó profundamente.

Pero aunque no lo creas, ese troglodita me dio un gran aprendizaje: me hizo comprender que la tristeza de muchas mujeres de mi edad, o mayores que yo, no siempre es por un acontecimiento en particular, si no por el sentimiento de soledad en un mundo donde personas como este hombre sólo sienten indiferencia por la gente mayor. Y desconocen que en nosotros, los seres humanos, el cuerpo no es pura naturaleza. Tenemos un saber práctico, intelectual y espiritual…

Por fortuna he conocido médicos geniales; inteligentes, generosos, con sentido del humor como Rodrigo Chamorro, Carolina Lobos, René Dintrans, Esteban Hernández, Luis Risco, Walter Ledermann y tantos otros que nunca dejan de ver al ser humano que los consulta, de esos que honran con su actuar lo que dice Charaka Samhita, en su Tratado Ayurvédico: "El que practica la medicina más por compasión hacia todas las criaturas que por lucro o gratificación de los sentidos, los sobrepasa a todos"

Pero otras personas no han tenido mi suerte y se han encontrado con personajes como ese médico que debería aprender que vivir, es vivir vinculado; que su relación con el otro implica la responsabilidad de hacer las cosas de cierta manera. Nadie, absolutamente nadie, es el centro del mundo. Todos necesitamos el respeto del otro. Y aún cuando alguien dominara un conocimiento, no debe olvidar aquello que dice el Talmud: “Sabio no es el que sabe, si no el que está en constante proceso de aprendizaje”.

Te dejo un cuentito que encontré, o más bien debería decir que los dioses me regalaron, cuando buscaba alivio para mi dolor; para ese otro dolor, no del cuerpo si no del alma.


Un ermitaño estaba sentado en su cueva, meditando, cuando un ratón se le acercó y se puso a roerle la sandalia. El ermitaño abrió los ojos, irritado.
—¿Por qué me molestas en mi meditación?
—Tengo hambre —dijo el ratón.
—Vete de aquí, necio —dijo el ermitaño—. Estoy buscando la unidad con Dios, ¿cómo te atreves a molestar?
—¿Cómo quieres encontrar la unidad con Dios si ni conmigo puedes sentirte unido?



Bueno amiga mía, afortunadamente por un corazón mezquino hay tantos otros seres maravillosos. Quédate tranquila, ya soy yo de nuevo…

Que la fuerza del tigre te acompañe

Rebeca