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miércoles, 27 de enero de 2010

A cada quien, lo que le haga bien

Amado Pascal,

Hoy he recibido carta de tu hermana, que se fue por unos días al norte. Como bien sabes, cuando la inquietud se instala en sus sandalias, se inventa un pretexto que parte siempre con un “es fundamental que…”, a lo que le sigue la aparición de una pequeña arruguita en la frente que no desaparece hasta que logra librar la batalla con la duda que la atraviesa por dentro.

Desde que era niña, cada vez que estaba en una encrucijada, necesitaba hacer su capullo; concentrarse, para luego regocijarnos con sus nuevas alas y sorprendente vuelo. A los cinco años se refugiaba en su casa de muñecas desde la mañana y no había quien la sacara de su ensimismamiento, para luego aparecer a las ocho de la noche, con un apetito voraz y una sonrisa que anunciaba que había salido humo blanco de su alma. Veinticinco años después es capaz de recorrer 1.500 Km. para llegar a San Pedro de Atacama y poder ovillarse como necesita.

Esta vez le costó decidirse a partir. Se complicaba toda con la idea de dejarme a Baltasar. Pero ¿tu crees que tengo algún problema en quedarme con ese bombón de ojos enormes y que, pese a que me llega un poco más arriba de las rodillas, es capaz de derretirme cuando me dice “Abu, tu eres muy arrugadita pero te quiero hasta el cielo de mi corazón”? Claro que no y fue lo que le dije a Martina. Es más, me pone feliz quedarnos los dos solos para hacer lo que nos venga en gana (por ejemplo, disfrutar de la comida preferida de Baltasar que consiste en comer trozos de salchicha previamente remojados en su vaso de jugo!).

Y bueno, Martina se fue por una semana y me acaba de llegar una cartita que me conmovió hasta los huesos. Y no puedo sino compartirla contigo. Esta mujer-niña de dimensiones transatlánticas es tu tribu, hijo mío y sé que compartir contigo este regalo, te hará comprender muchas cosas de estos bichos raros y superlativos que somos las mujeres.


“Mamá, no sé que pienses tú, pero yo creo que las mujeres se van, porque se quiebran.

Las mujeres somos seres particularmente flexibles. Hemos transitado la historia y los paisajes, los tiempos y las responsabilidades, con particular plasticidad…y creatividad: sin imaginación, las mujeres no habríamos sobrevivido a un mundo diseñado por hombres. Sin imaginación, las mujeres no sobreviven. Es ésta, la principal arma de defensa; la que le permite entrar por las fisuras y escaparse cuando la tienen pillada por la cola.

Ahora bien, la imaginación se alimenta de la alegría. Y cuando la mujer ama, derrama felicidad. Ama porque sí; de costado y medio lado; con ternura y otro día con lujuria. Hasta que se casa y le dicen el modo correcto de amar, el modo correcto de excitarse, el modo correcto de estar. Entonces, vivir con el otro, dejó de ser un juego y la tristeza empieza a instalarse en ella. La mujer pierde así su frescura, pierde la agilidad para saltar y esquivar los embates, hasta que un día, frente a un afilado sarcasmo, en vez de un salto acrobático, se oye el crac de la rotura. Entonces la mujer se quiebra por primera vez. Abre los ojos desorientada. No entiende bien qué ha sucedido. Siente un dolor fuerte que la inmoviliza, pero se toca y reconoce que sigue viva. En estos casos, la mayoría de las mujeres para recuperarse, reciben dosis diarias de “no ibas a pensar que todo es color de rosa”. Las menos, reciben una disculpa. Con un poco de suerte, los ungüentos hacen su efecto y, con esfuerzo, la mujer se pone de pie otra vez. Se ha soldado el hueso, es cierto. Pero no es menos cierto que en lo días fríos o indiferentes, duele de nuevo. Y algunas mujeres deberán aceptar que una cojera las acompañe toda la vida.

Sea cual sea el grado de recuperación, todas saben que ya nada es como era. Todas saben que han perdido la inocencia.

Entonces vuelven a ser casi las mismas. Su sonrisa aparece nuevamente y prácticamente en el mismo lugar que las anteriores, apenas corrida unos milímetros de su posición original. Los ojos se abren de nuevo, entusiastas y optimistas y sólo se diferencian de los de antes en que se demoran un poco más en abrirse; parpadean dos veces más para recibir definitivamente al mundo. Así, las mujeres adquieren una compañera inseparable; una réplica de sí mismas que hace los mismos gestos, pero con un retardo de segundos, como una película mal enfocada, donde no terminan de ajustarse la una y la otra. Ahora, ella y su siamesa; ella y su lenta imitadora, vuelven a retomar los roles, ansiosas por recuperar el tiempo perdido, cansadas de ese tiempo en que una ha estado sentada en la vereda de la vida, mientras la otra intentaba comprender lo que había sucedido.

Aparece la necesidad de hablar. Hasta la más callada siente la urgencia de hacerlo. Las palabras son para las mujeres el hilo con que cosen sus heridas; la hebra que les permite recuperar los puntos idos. Las mujeres mediante la palabra son capaces de zurcir un desgarro.

Buscan entonces con quien hablar. Las hay que la fortuna ha provisto de magníficas compañeras; de cómplices amigas que las acompañan al baño para compartir el rubor, la mascara de pestañas y los secretos. Otras buscan la agenda de otros años, anhelantes de encontrar a la que era su compañera de banco. Y las hay -que no son pocas- que no encuentran a nadie. Sólo se tienen a sí mismas y entonces le dan tribuna a la siamesa, a esa ella, que no es ella. La siamesa se instala en el mundo; esa mujer de bronce, seria y estricta. El misterio se hace manto, que sólo se devela cuando el otro ya pasó sus duras pruebas. Sí, la siamesa ya es auténtica. No permitirá nunca más quebrarse”.


Pascal querido, si quieres, más adelante comentamos lo que escribió tu hermana. Por ahora debo dejar hasta aquí mi cartita porque Baltasar (de ceño fruncido y brazos en jara) amenaza con excomulgarme de sus besos si no cumplo mi promesa de que calquemos las nubes (¡!) porque le quiere tener de sorpresa a su madre, un gran dibujo de “nubes de verdad”. ¿Sabes lo que es estar con el brazo en alto empuñando un lápiz mientras con la otra mano sostienes una hoja en blanco pegada al vidrio a la espera de que pase una nube? Claro, terminaré con el brazo acalambrado como esta mañana (¡trata de conseguir nubes en pleno verano!). Pero ¿sabes una cosa? Soy capaz de hacer ésta y otras mil locuras por mi nieto porque, por más descabelladas que parezcan sus ocurrencias, siempre resultan ser un dulce bálsamo para mi espíritu. Es como si con ello se hidratara mi corazón, manteniéndolo elástico como el bambú para que no se quiebre cuando arrecie el mal tiempo. ¿Quien diría que este puntito, de magníficas cejas y dos fantásticos remolinos imposibles de peinar, sería capaz de hacerme tanto bien?

Un besote inmenso y dos

Mamá

martes, 26 de enero de 2010

A propósito de un perro tirado en la vereda...

Mi amado niño,

Hoy he amanecido nostálgica, no sé muy bien por qué. Quizás simplemente sea por el día: absolutamente nublado como mal presagio; como si los dioses hubieran amanecido de mal humor y nos mandaran un recordatorio de su poder para aguarnos el disfrute de este verano.

No hay nada particular que haya ocurrido. Bueno, ahora que lo pienso mejor, tal vez sí. Lo que me hace dudar es que si bien pasaron un par de cosas que me pusieron medio triste (cosa harto difícil conociendo mi inveterado optimismo), esos hechos ocurrieron hace más de una semana. Además, son cosas nimias comparadas con lo que tu haces cada día tratando de salvar niños en la urgencia de pediatría de ese hospital (¿cómo se llamaba? No hay caso que retenga el nombre de ese hospital gringo).

Te las cuento: Hace una semana me escapé al cine con tu hermana (fuimos a ver la última película de Meryl Streep, ya sabes como me gusta ella). Así es que partimos felices con Martina bien temprano, a la primera función. Por supuesto que no había nadie más -como nos gusta- y teníamos el cine para nosotras solas. La pasamos estupendo y volvimos a la casa caminando. Esa caminata conversando, siempre es mejor que la película. Yo creo que no iría al cine si después no pudiera “caminar la película”. Bueno, pero el punto es que en el camino nos encontramos un perro tirado en la vereda. El pobre tenía una herida profunda en una pata y no podía caminar. De repente lo intentaba, pero se iba de bruces y se quedaba jadeando y lamiéndose la profunda llaga. Con tu hermana lo intentamos todo: llamamos a un programa de televisión que ayuda a los animalitos en problemas pero nos salía una casilla de voz que decía que estaba llena y luego decía que escribiéramos un correo electrónico (¡!). Llamamos a las dos municipalidades que correspondían al sector (la calle en que estábamos era el límite de ambas) ¿y qué crees? Exactamente: nadie respondió. Nadie hijo, ni una mísera operadora.

Luego a Martina se le ocurrió que fuéramos a una clínica veterinaria que estaba justo en la esquina. Me dio esperanza el hecho de que la clínica era el centro de prácticas de una universidad. De hecho exclamé ¡qué suerte tenemos! (ingenua yo). Fuimos a hablar con la veterinaria de turno y nos dijo que ella no podía hacer nada. Y que si queríamos ayudar al animal debíamos pagar la consulta y los procedimientos, cuyo costo, a vuelo de pájaro, tenía varios ceros. Ah, y sin contar que debíamos llevarle el perro!!! Lo menos que le dije es que si era bruta o se hacía, qué cómo se le ocurría que iba a agarrar a un perro callejero herido y asustado. No estoy dispuesta a garantizarme un buen mordisco. Cuando nos íbamos, la secretaria de la clínica nos alcanzó y nos dio el número del servicio de rescate animal de una de las municipalidades. Yo volví a sonreír y se lo agradecí. Pero llamamos y, como Martina temía, nadie contestó.

Después de más de una hora en todo ese circo, nos rendimos y partimos con Martina de vuelta a la casa. Fue una caminata triste. Ninguna habló en el camino, como si la amargura que sentíamos fuera una mordaza. Hubiera querido que estuvieras aquí, Pascal. Sé que habrías curado al pobre perro como hacías desde niño salvando a cuanto bicho herido se te cruzara.


El otro acto de violencia del que fui testigo –y partícipe- en este raro enero, tuvo relación con la elección presidencial. No te voy a detallar la bataola política que se ha armado. Ya la conoces y sigue aburridísima como siempre. Lo que te quiero contar es que ese día me fui a votar temprano. Había una pequeña cola y delante de mí había una mujer bastante mayor, como tu abuela que en paz descanse. Resulta que le tocó el turno a la viejita y además de la lentitud con que se movía, se manió estera para doblar los votos. ¿Y qué crees? La presidenta de la mesa –una mocosa de la edad de Martina- no halló nada mejor que empezar a retar a la pobre vieja, a decirle que se apurara, que mirara la cola que se había armado por su culpa, que no tenía consideración por los demás y un largo etcétera.

Con el sermón, la pobre señora se puso más nerviosa y echó los votos en la urna sin que antes le hubieran retirado la colilla. Entonces sí se armó la grande: la mocosa insolente empezó a gritarle como si se fuera a acabar el mundo por el error que había cometido (yo misma fui presidenta de mesa hará unos años y la verdad es que el asunto no tiene mayor gravedad. Simplemente antes de empezar el conteo, buscas el voto, le quitas la colillita y lo devuelves al montón. C`est tout). Pero la cabrita no, dale con tratar mal a la señora.

Entonces se me paró la pluma. Tu sabes lo mal que me llevaba con mi madre, pero fuera ella u otra, no podía permitir una injusticia como esa. Porque fue gracias a la generación de esas mujeres -como mi madre y esa abuelita de manos torpes y lenta como tortuga- que las mujeres en este país podemos votar. Fue gracias a su lucha, a sus pataleos por hacerse oír, por hacerse ver (aunque no lo creas hijo, las mujeres en la historia somos invisibles), a su perseverancia por demostrarle a los hombres que –además de alma, cosa no evidente para ellos- teníamos cerebro con capacidad de hacer bastantes cosas más que saber preparar porotos con riendas. Todo eso le dije a la mocosa insolente y rematé con un “lo mínimo que deberías hacer frente a esta señora, es una reverencia”. Dejé la escoba, claro. La presión se me subió a las nubes y me pasé el resto de la tarde acostada con una jaqueca monumental. Para rematar ese día funesto, me llamó Susana –de haber sabido que era ella, no le contestaba- y entre otras impertinencias, me dijo que todo lo que me había pasado era por meterme donde no me llamaban ¿Pero qué quieres, hijo? Estoy cansada de las Susanas y Susanos de este mundo; de esos seres que se pasean como si fueran el centro del universo y para quienes no existe –ni importa- nada más allá de su nariz. En fin Pascal, me pasa que a veces me siento profundamente cansada de vivir en un país cada vez más despiadado.

Te abrazo fuerte mi niño. Para la próxima, te prometo estar de mejor ánimo.

Un beso

Mamá

viernes, 15 de enero de 2010

Nada como irse a la punta del cerro

Mi querida Ofelia,

Aquí estoy, a las 11 de la noche, cansada como perro y de ánimo absolutamente telúrico (como ves, sigo inventando palabras y combinaciones inverosímiles) después de un día colmado de emociones, añoranzas y visiones espectaculares.

Como bien sabes, desde que pude caminar los espacios se me hacen pequeños, así es que sin pensarlo dos veces, hoy agarré a mi gran compañero de aventuras, alias “Avispón Negro”. Sí, todavía existe! Tengo mi Honda negro del 96 pero que se comporta como uno del 2012!

Me fui al Cajón del Maipo. Necesitaba ver ese desnudo lujurioso que nos regala la cordillera cuando se despoja de sus blancas vestiduras y colma el río de vida, color y sonidos de extraña música y miles de bichitos danzan como locos. Era como una gran fiesta. Además, como a mí no me pica ningún bicho…(¿te acuerdas que tú misma decías que a veces yo puedo ser tan amarga, que conmigo los zancudos hacen arcadas?!)

Fueron horas deliciosas hasta que, claro, empezó a llegar el “pópulo”, que con esa sensibilidad exquisita que los caracteriza, llenaron el silencio al compás del regueton! Después de diez minutos de intentar conciliar ese espectáculo de jugos, sudores, humores y sabores cantados –o, mejor dicho, aullados- por un señor en pleno orgasmo, emprendí una estratégica retirada y, optimista como siempre, decidí subir un poco la montaña en mi super bólido buscando el anhelado silencio.

Y lo logré, amiga mía: por dos horas conseguí alejarme del ajetreo diario de nuestra citadina vida. La generosa montaña fue descarada en sus juegos con el sol, maquillada con todos los tonos de azul, rojo, ocres y sombras grandiosas. Multitud de tus amados pajaritos con sus saltitos de minutero, de todos los colores y tamaños. Ah y, obviamente, los “bichitos” que tanto me gustan como esa araña del porte de mi zapato que se quedó –muy digna ella- mirándome fijo, preguntándose tal vez qué era esa “cosa” grande que interrumpía su camino. Hasta me encontré dos culebras, soberbias ellas, que me regalaron un vals exquisito. Todo lo cual me confirma que la naturaleza existe sin argumento alguno!

Dos horas deliciosas hasta que llegaron ellos: 25 o 30 alemanes que, al igual que tus pájaros, poseían todas las edades y tamaños (del metro ochenta para arriba, claro). Todos muy rubios, de ojos azules y luciendo un precioso color de jaiba recién cocida! Me enteré por su guía que el día anterior estuvieron en el litoral y, claro, se olvidaron del hoyo de ozono.

¡Qué gente sorprendente! Cinco jeeps todo terreno tracción en las 4 o 16 ruedas, antenas, focos, foquitos, GPS, filmadoras, cámaras de todos los tamaños y formatos, mochilas, mochilitas y mochilotas y por supuesto los infaltables celulares con todo tipo de ruiditos zip, zap, tut-tut. Todos muy amables y sonrientes, y muchos “wunderschon, wunderschon” gritados a todo pulmón (para tu información la palabrita viene a querer decir “milagrosamente bonito”).

Comprenderás que rápidamente levanté mi humanidad antes de que me confundieran con parte del “very tropical place” para, una vez más, seguir subiendo la montaña. No había recorrido mucho y, oh sorpresa, ahí estaba él. Él, en medio del camino, botines a lo Rambo, un traje verde impecable, una pierna a medio metro de la otra y ambas con la misión de sostener un robusto torso. En resumen un “orangu” (ya sé que te agarras la cabeza cada vez que invento una nueva palabra, pero reconoce que esta es justísima) y además tostado al sol cordillerano. Ah, y su “manita” marcando un rotundo stop…

- ¿Dónde cree que va, mi dama?
- Es que yo….es que el silencio….es que la tranquilidad
- Documentos por favor, mi dama.

Papeles en mano (revisión técnica incluida), procede con paso marcial a ir hacia atrás. Verifica la patente (era más fácil mirar por adelante, pero en fin) y vuelve. Luego me dice, con cara de lástima:

- Su auto es pa´carretera, mi dama. Estos autos de “narco” (¡plop!) no suben por aquí. Necesita doble tracción. ¿Y, por lo menos, tiene celular por si se queda tirada?

Un tembleque “no” de mi parte es todo lo que obtiene por respuesta.

- ¿Ve, mi dama? No puede ni siquiera “conectarse” (en mi época se conectaba la lavadora y la radio a los enchufes)

Y luego, con mirada conmiserativa agrega:

- No queremos un accidente ¿cierto?

Como sé que con nuestra policía no hay coima que valga y a mis 60 años intentar seducir me costaría un parte (¡!), me dispuse a recular. Te confieso que con la más profunda de las envidias vi pasar a los “ojiazules” en sus super jeeps haciendo señas de despedida. Sólo me consoló y me llenó de orgullo saber que la montaña se mostraría con toda su nobleza y majestuosidad. Ellos tienen que cruzar el mundo para verla. Yo, cada vez que quiera.

Miré la montaña por última vez y le pedí permiso para darle la espalda (te sonará loco, pero juraría que me hizo un guiño). Y por si fueran pocos los regalos recibidos, una libélula turquesa pegada al tablero me acompañó hasta el poblado…

He querido contarte mi pequeña aventura quizás con la secreta esperanza de despertar tu nostalgia y así convenzas a tu “sascuash” de que se den una vueltecita por acá; tiéntalo con la posibilidad de saborear una tortilla de rescoldo humeante o una orgullosa empanada. Sólo te pido que no permitas que nada caiga en la bastilla del olvido.

Que tu sonrisa sea siempre tu escudo.

Rebeca

sábado, 9 de enero de 2010

El enojo es una pérdida de tiempo

Amor mío, ¿Por qué estás tan enojado con tu hermana?

Sé que te han molestado sus comentarios, como también que ella me hable de su preocupación por ti. Al respecto, sólo quisiera que, ahora que eres “adulto”, no cometas el error tan común, de que nuestra goma de borrar sea más grande que nuestra memoria.

Tu hermana fue y ha sido siempre tu apoyo desde que eras un porotito. Cálida, siempre dispuesta para ti con su ternura, sabiduría y enorme paciencia, entregándote lo que muchas veces yo no pude darte… Ella fue mi primera hijita y para ella sólo tenía un amor infinito y una enorme ignorancia… Ella fue un apoyo gigante en tu formación y, hasta hoy, ella se siente responsable por ti, de puro amor no más. Goethe, el gran poeta decía “Da más fuerza saberse amado que saberse fuerte”. Y ella hizo cosas impensables por ti.

Yo sé que tu postgrado es importante, estar en otro país tampoco es fácil y, como siempre, tu quieres todo perfecto…No sabes cómo entiendo tu angustia, es como estar en un puente colgante a 300 mts de altura y sentimos miedo y el miedo nos vuelve ciegos y torpes. Y, claro, enojones, convirtiendo cada gesto del otro en una amenaza. Así, sin darnos cuenta, en lugar de “accionar”, reaccionamos.

No permitas que esto te suceda hijo mío. Cuando nos dejamos llevar por el miedo, nos volvemos ciegos y sordos a los mensajes con que los Dioses intentan enseñarnos. Serénate hijo mío. Para nosotras, par de brujas, tú siempre fuiste nuestro “grillo azul”; el de los silencios humildes y cascada de risas, enfrentándolo todo con una sonrisa. Vuelve a ser tú, Pascal; naturalmente tú. Que no te distraiga el ruido de la superficie; más que con las orejas, escucha con el corazón. Y con esto, no digo que tu hermana tenga razón en sus juicios. Tampoco digo que no la tenga. Sólo pretendo que en este momento un poco tirante, ustedes dos se escuchen. Particularmente tú Pascal, pues te veo enredado y rabioso; como si tu hermana apuntara a la luna y tú estuvieras peleando con su dedo, sin mirar lo que intenta señalarte.

Rompe tus temores con tu ternura y concédele espacio al tiempo. Como decía mi gran amigo Augusto, el romano, “Festina lente”, apresúrate lentamente. Que llegar a tu meta, no te impida deleitarte con las cosas comunes. De hecho, soy una convencida de que hacerlo, es condición para alcanzar aquella. Disfruta la nieve, los cielos tormentosos, el aroma de castañas confitadas que viene de la esquina, igualito como hacías cuando estabas de este lado del hemisferio y nos hacías detenernos en medio de la panamericana para gozar de un refrescante mote con huesillos en esos veranos en que caían los patos asados. Haz memoria, tesoro. Recuerda (re cordis…volver a pasar por el corazón) como celebrabas las sopaipillas de la Nelly, o cómo te comías la mitad de las marraquetas calientitas que te mandaba a comprar para la once o cómo, cuando estabas acalorado, te levantabas la polera y te acostabas en el suelo de baldosas de la cocina aunque más de uno de nosotros se dio un feroz porrazo por no verte ahí tendido. Qué gracioso, Dios mío. Y lindo. Sí, lindo era ver cómo le dabas espacio a lo que necesitabas, conectado con todo tu ser hasta el último rincón. Por eso, aunque alguna visita de turno se espantara, yo no te retaba por tus ocurrencias, pues para mí estabas aprendiendo lo más importante: a respetarte a ti mismo. En resumen, quiero que recobres esa espontaneidad que sé que está ahí, escondidita y arrinconada por la exigencia de ser un “adulto responsable”. Cielo, créeme cuando te digo que disfrutando las cosas ordinarias de la vida, ésta se convierte en una celebración.

Aunque te parezca absurdo lo que digo, creo que gran parte de la angustia en estos tiempos es porque, por la presión del sistema, dejamos de ser naturales. Para gran parte de tu generación ser “innatural” (para variar yo inventando palabras) se convierte en una forma de vida: no comes porque tienes algo importante que hacer, cuando no tienes hambre comes porque es hora de comer, si tienes sueño no duermes porque hay una película genial en la TV y claro, cuando intentas dormir ya no tienes sueño y tomas una pastilla para dormir… y todo en ti se altera: cuerpo, mente y emociones.

Por eso sólo me cabe recomendarte que…sueltes. Suelta el miedo a no cumplir, suelta el temor a fracasar, suelta y deja ir el enojo por lo que no es como quisieras. Todos esos son lastres; pesadas mochilas que sólo te hacen perder tiempo. Ese tiempo precioso en que estás vivo. ¿Que qué van a pensar los demás si no haces lo que se supone debes hacer? No tengo idea y tampoco me importa. Y ruego cada noche para que a ti tampoco. Fracaso y éxito son nociones tan relativas y caprichosas…Lo único que cuenta; la única brújula a la que debes atender es la de tu corazón. Si eres feliz, estás bien encaminado. Si no, debes detenerte para enmendar el rumbo. ¿Llevas ocho meses viviendo en tu departamento y no conoces el nombre del conserje? ¿Te molestas porque el árabe del almacén de la esquina te mete conversación y tú no quieres perder tiempo? ¿Estás a cuatro horas de una de las ciudades más fascinantes del planeta y aún no la conoces? Me espanto de ello como tu hermana. ¿Qué no te alcanza el tiempo, que estás muy ocupado? Pues entonces, pon a trabajar tu creatividad para lograr cuadrar el círculo. Ah, y comete de vez en cuando una locura. Es la única forma de mantenerte cuerdo.

Un beso enorme de tu madre que te adora.

martes, 5 de enero de 2010

¡Baratas unidas, jamás serán vencidas!

Querida y recordada Ofelia

Tu carta me llegó ayer y me apresuro a responder… es mágico reencontrarte y me hace profundamente feliz ¿cuántos años de amistad? Que no se entere nadie pero, amiga mía, “medio siglo”, y estos dos años que te fuiste al extremo del mundo, cerquita del polo norte, me hace sospechar que tu motivo fue conservarte en frio!

Es curioso el ser humano. Como decía Octavio Paz “¡el hombre es un olmo que da peras increíbles!”. Recuerdo nuestros juegos cuando niñas, en esa tierra más seca que el alma del despiadado ¿qué edad teníamos? Siete u ocho años y el desierto era nuestro patio de juegos ¡maravilloso desierto! Con ese cielo que nunca he vuelto a ver en otro lugar, ese sol pampino que derretía hasta los malos pensamientos… claro que entiendo tu nostalgia! Pero sé también que las nieves canadienses se hacen leche tibia si estás con tu amado.

Me conmovió que aún sigas fanática de todo tipo de pájaros. En el desierto, los únicos “pajaritos” que veíamos eran los jotes más grandes que nosotras!

Estoy tan contenta que desvarío un poco… pero lo más importante: no quiero que nunca perdamos este puente que creamos tú y yo. Ambas necesitamos mantenerlo, a pesar del tiempo y la distancia… Ya verás como ambas construiremos un cordón poderoso que nos mantendrá erguidas, fuertes y sanas. Te lo recuerdo especialmente por aquello que mencionas en tu carta, donde me dices que estás “sufriendo una enfermedad”. Déjame decirte algo amiga mía: tienes una enfermedad, no sufres una enfermedad.

Una enfermedad es algo hostil, un enemigo que no discrimina e irónicamente es también una forma dolorosa de estar viva. Además, cuando en la enfermedad empiezan a surgir las emociones del pasado, entiendes que durante años has estado rechazando sentimientos y emociones profundas, de culpa, rabia, tristeza, ira, y un largo etcétera. Por ello, luchar con la enfermedad, requiere de la sanación de tu niña interior.

La niña interior es alguien con quien debemos aprender a comunicarnos, conocerla, amarla y protegerla. Cuando eras niñas pasaron muchas cosas que te lastimaron y tú lo sabes perfectamente pero nunca se te permitió expresarlo. De hecho, toda nuestra cultura nos enseña a reprimir emociones. Hay algunas personas que lograron cicatrizar sus heridas y otras, como nosotras, tenemos las heridas aún abiertas y eso a la larga enferma. Es necesario revivir el pasado para terminar con él, entender que las emociones son la base de la fuerza y no de la debilidad.

Se nos enseñó además, a sentir vergüenza de nuestras emociones, cuando en realidad la vergüenza es el permiso para ser humano, es una emoción que marca limites, la que nos enseña a pedir ayuda, a saber que somos falibles. Mi amado Nietzche decía: “la vergüenza es la salvaguarda del espíritu”.

Por ello, amiga adorada, trabaja las emociones de tu niña interior. No es grato ya lo sé. Entrar en contacto, cuando se fue abandonado, desdeñado o maltratado, es doloroso... pero poquito a poco irás sanando y verás a esa niña interior que fue confundida y no vista, siendo ella maravillosa.

Trabajar con las heridas propias y nuestros dolores hará que llegue el momento de terminar asuntos inconclusos. Curando el pasado te conviertes en una creadora. Para ello, los Dioses han puesto en ti una chispa divina, para que la hagas crecer y ser cada vez mejor ser humano. No olvides, además, que tu eres madre, y esta es una tarea muy dura, la más difícil y dura tarea que nos toca ejecutar, y la mayoría de nosotras está muy mal preparada para ello, por tanto, es una razón más para curarnos a nosotros mismos y luego compartir con ellos lo que aprendimos.

Dedícate a ti Ofelia, absolutamente a ti. Los Dioses nos dan lo que necesitamos, no siempre lo que deseamos y es para enseñarnos- Ah, y por supuesto, usa esa herramienta maravillosa que es el humor -ese humor negro, negro, negro que nos caracterizó siempre-. ¿Te recuerdas que decíamos que éramos tan malas por reírnos de todo y todos, que cuando nos reencarnáramos lo haríamos en baratas?! Pues bien....sigamos haciendo méritos! (se me acaba de ocurrir que esta enfermedad tuya tan rara, a lo más te hará una barata overa!).

Bromas aparte, amiga mía, tienes un hombre bueno que te ama; con defectos claro, el peor de todos ser canadiense, que se llevó ese tamarugo maravilloso a Canadá. ¡¿Por qué no podías enamorarte de un chilote, aymara, pascuense o un huaso talquino por ultimo?!

Un abrazo enorme y que tu sonrisa sea tu mejor escudo.

Rebeca (Barata inquebrantable)