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martes, 26 de enero de 2010

A propósito de un perro tirado en la vereda...

Mi amado niño,

Hoy he amanecido nostálgica, no sé muy bien por qué. Quizás simplemente sea por el día: absolutamente nublado como mal presagio; como si los dioses hubieran amanecido de mal humor y nos mandaran un recordatorio de su poder para aguarnos el disfrute de este verano.

No hay nada particular que haya ocurrido. Bueno, ahora que lo pienso mejor, tal vez sí. Lo que me hace dudar es que si bien pasaron un par de cosas que me pusieron medio triste (cosa harto difícil conociendo mi inveterado optimismo), esos hechos ocurrieron hace más de una semana. Además, son cosas nimias comparadas con lo que tu haces cada día tratando de salvar niños en la urgencia de pediatría de ese hospital (¿cómo se llamaba? No hay caso que retenga el nombre de ese hospital gringo).

Te las cuento: Hace una semana me escapé al cine con tu hermana (fuimos a ver la última película de Meryl Streep, ya sabes como me gusta ella). Así es que partimos felices con Martina bien temprano, a la primera función. Por supuesto que no había nadie más -como nos gusta- y teníamos el cine para nosotras solas. La pasamos estupendo y volvimos a la casa caminando. Esa caminata conversando, siempre es mejor que la película. Yo creo que no iría al cine si después no pudiera “caminar la película”. Bueno, pero el punto es que en el camino nos encontramos un perro tirado en la vereda. El pobre tenía una herida profunda en una pata y no podía caminar. De repente lo intentaba, pero se iba de bruces y se quedaba jadeando y lamiéndose la profunda llaga. Con tu hermana lo intentamos todo: llamamos a un programa de televisión que ayuda a los animalitos en problemas pero nos salía una casilla de voz que decía que estaba llena y luego decía que escribiéramos un correo electrónico (¡!). Llamamos a las dos municipalidades que correspondían al sector (la calle en que estábamos era el límite de ambas) ¿y qué crees? Exactamente: nadie respondió. Nadie hijo, ni una mísera operadora.

Luego a Martina se le ocurrió que fuéramos a una clínica veterinaria que estaba justo en la esquina. Me dio esperanza el hecho de que la clínica era el centro de prácticas de una universidad. De hecho exclamé ¡qué suerte tenemos! (ingenua yo). Fuimos a hablar con la veterinaria de turno y nos dijo que ella no podía hacer nada. Y que si queríamos ayudar al animal debíamos pagar la consulta y los procedimientos, cuyo costo, a vuelo de pájaro, tenía varios ceros. Ah, y sin contar que debíamos llevarle el perro!!! Lo menos que le dije es que si era bruta o se hacía, qué cómo se le ocurría que iba a agarrar a un perro callejero herido y asustado. No estoy dispuesta a garantizarme un buen mordisco. Cuando nos íbamos, la secretaria de la clínica nos alcanzó y nos dio el número del servicio de rescate animal de una de las municipalidades. Yo volví a sonreír y se lo agradecí. Pero llamamos y, como Martina temía, nadie contestó.

Después de más de una hora en todo ese circo, nos rendimos y partimos con Martina de vuelta a la casa. Fue una caminata triste. Ninguna habló en el camino, como si la amargura que sentíamos fuera una mordaza. Hubiera querido que estuvieras aquí, Pascal. Sé que habrías curado al pobre perro como hacías desde niño salvando a cuanto bicho herido se te cruzara.


El otro acto de violencia del que fui testigo –y partícipe- en este raro enero, tuvo relación con la elección presidencial. No te voy a detallar la bataola política que se ha armado. Ya la conoces y sigue aburridísima como siempre. Lo que te quiero contar es que ese día me fui a votar temprano. Había una pequeña cola y delante de mí había una mujer bastante mayor, como tu abuela que en paz descanse. Resulta que le tocó el turno a la viejita y además de la lentitud con que se movía, se manió estera para doblar los votos. ¿Y qué crees? La presidenta de la mesa –una mocosa de la edad de Martina- no halló nada mejor que empezar a retar a la pobre vieja, a decirle que se apurara, que mirara la cola que se había armado por su culpa, que no tenía consideración por los demás y un largo etcétera.

Con el sermón, la pobre señora se puso más nerviosa y echó los votos en la urna sin que antes le hubieran retirado la colilla. Entonces sí se armó la grande: la mocosa insolente empezó a gritarle como si se fuera a acabar el mundo por el error que había cometido (yo misma fui presidenta de mesa hará unos años y la verdad es que el asunto no tiene mayor gravedad. Simplemente antes de empezar el conteo, buscas el voto, le quitas la colillita y lo devuelves al montón. C`est tout). Pero la cabrita no, dale con tratar mal a la señora.

Entonces se me paró la pluma. Tu sabes lo mal que me llevaba con mi madre, pero fuera ella u otra, no podía permitir una injusticia como esa. Porque fue gracias a la generación de esas mujeres -como mi madre y esa abuelita de manos torpes y lenta como tortuga- que las mujeres en este país podemos votar. Fue gracias a su lucha, a sus pataleos por hacerse oír, por hacerse ver (aunque no lo creas hijo, las mujeres en la historia somos invisibles), a su perseverancia por demostrarle a los hombres que –además de alma, cosa no evidente para ellos- teníamos cerebro con capacidad de hacer bastantes cosas más que saber preparar porotos con riendas. Todo eso le dije a la mocosa insolente y rematé con un “lo mínimo que deberías hacer frente a esta señora, es una reverencia”. Dejé la escoba, claro. La presión se me subió a las nubes y me pasé el resto de la tarde acostada con una jaqueca monumental. Para rematar ese día funesto, me llamó Susana –de haber sabido que era ella, no le contestaba- y entre otras impertinencias, me dijo que todo lo que me había pasado era por meterme donde no me llamaban ¿Pero qué quieres, hijo? Estoy cansada de las Susanas y Susanos de este mundo; de esos seres que se pasean como si fueran el centro del universo y para quienes no existe –ni importa- nada más allá de su nariz. En fin Pascal, me pasa que a veces me siento profundamente cansada de vivir en un país cada vez más despiadado.

Te abrazo fuerte mi niño. Para la próxima, te prometo estar de mejor ánimo.

Un beso

Mamá

4 comentarios:

  1. El roble no reverencia al viento y a la lluvia, porque sabe que viene el sol.

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  2. Busco y busco en los suspiros..., esperando que me cuentes al oído tu próxima caminata.

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  3. Estimada Rebeca:
    La verdad es que no sabía como se hace esto de comentar, pero no puedo dejar de hacerlo, después de leer esta reflexión suya.
    Claro que se caminan las películas y que se saborean los silencios. Es tan válido como cantar despues de leer un libro.
    Pero a veces, y solo a veces, descubro que el manjar es para los dioses y para algunos.
    Aquellos que saben de la lealtad de los animales agradecidos de los gestos, no intentan "humanizar" a otras especies.No hablan del perro que se rie. Vaya uno a saber que le ocurre al perro si hace ese gesto. Es eso. Gesto.
    Solo algunos lo saben y conocen sus códigos.
    Para llegar a eso, de seguro sabrán leer los surcos en la piel de los ancianos, como hacen las ancestrales culturas. Para todos los otros...............que "disfruten" su amargura.

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  4. Leer estas palabras me emociona. Porque miles de veces uno es testigo mudo de tanta atriocidad que el hombre hace Dios mediante. No es echarle la culpa al de arriba, está claro que el ha preparado un teatro para que seamos espectadpres de nuestros sentimientos y destino. Ese perro va a estar bien y será puesto en libertad en los pastos eternos cuando le llegue la hora. A todos les llega y el paraíso es poder sentir la injusticia y la penita que de seguro acompaña la humanidad que bien escondida está, y la esperanza de que existan aún ojos capaces de ver y almas capaces de sentir el pequeño y alegre jadeo de un perrito y las arrugas hermosas de una señora en plena fila de una votación. por los que aman... gracias, Rebeca.

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